Escribe Walter Ernesto Celina
Con una terminología que no es exactamente la que emplearía la sociología actual, el gran escritor uruguayo José Enrique Rodó definió lo que llamó una “aristocracia imprescriptible”. No era otra que la del hombre que trabaja. Él la ubicaba en un sitial de máxima consideración.
Hay grupos familiares y sectores sociales -felizmente reducidos- que cultivan los modelos exclusivistas en la sociedad uruguaya. Desarrollan formas asociativas cerradas y se erigen, sin decirlo, en potentes puntas de lanza de la actividad económica y financiera y, por derivación, de la política.
Sus hijos se educan en colegios privados de gran nivel y desarrollan capacidades profesionales en el exterior. Participan en los mismos ámbitos (clubes de polo, rugby, tenis, salas de juego, playas, discotecas, salidas al extranjero). El círculo de afinidades se traduce luego en uniones matrimoniales.
No es de extrañar que de estas familias surjan los “hijos de papá y mamá”, ávidos de posiciones ejecutivas en negocios, cazadores de sillones parlamentarios o ministeriales y, en planos menos significativos, protagonistas en sucesos de la moda que, en variedad muy amplia, se agitan para formar parte del muestrario clásico de las clases más privilegiadas.
En el Uruguay de hoy la familia Lacalle de Herrera-Pou Brito del Pino encarna, de alguna manera, esta “sensibilidad”.
No incursiono en la cuestión por algo personal, ni me incumbe considerar ningún aspecto de la vida privada. Ocurre, simplemente, que los Lacalle-Pou tienen algo de clan. La fuerza de su empeño está en la línea más dura y conservadora del país, más allá de los discursos mimetizados, las recorridas territoriales, los abrazos, las estrategias para vencer a sus opositores y la publicidad a su servicio.
Luis Alberto Lacalle no es populista, ni republicano; al menos, con el perfil que los uruguayos heredáramos de Artigas y de las ideas de cambio, matrizadas con fuerza en el siglo XX.
Su subconsciente da cuenta de lapsus que desnudan su pensamiento íntimo, de desprecio a los humildes. De su racimo electoral cuelgan: la estigmatización de los atorrantes o del que habita en un sucucho y aún, la destructora motosierra simbólica, en vez de la balanza de la justicia.
Su apología del generalísimo Francisco Franco (quien derribó la República Española, se alió con Hitler y Mussolini, implantó el terror y creó una dictadura duradera) tiene, asimismo, la connotación de su afinidad ideológica con el poder autocrático.
Más lejos, como reservada, pero asumiendo una condición social que no se puede desmentir, su hija, abogada, en el 2006 se casaba en España. No lo hizo con un Don Juan de los Palotes. Escogió a un personaje de la realeza, afección no característica de la mujer uruguaya media. Por supuesto, la bella dama experimentó los flechazos de Cupido.
Su consorte fue el serbio Radivoje Petrovic-Karadjordjevic, primo de Kubrat de Bulgaria y pariente de la familia real española. Por más datos, amigo de Ignacio Marichalar, cuñado de la Infanta Elena y afín al Duque de Alba, así como de Alex Maritzia, un príncipe rumano vuelto a sus fueros dinásticos.
En la posguerra los aristócratas serbios quedaron bloqueados, retornando a palacio más de medio siglo después, al disolverse la Federación Yugoeslava.
Parecería confirmarse aquello que “Dios los cría y ellos se juntan”.
Más que un tic familiar, una mirada global exhibe un comportamiento de clase típico.
Así son los secretos de cierta gente linda. Afable, aristocratizante y, también, discursiadora...
Respetando todas las opiniones ¡no constituyen el modelo para el Uruguay de un tiempo nuevo!
05.10.2009
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