Las artes escénicas rioplatenses, en su sentido más amplio -comprendiendo los eslabones que le fueron dando forma desde los tiempos de la colonia-, muestran una riqueza de manifestaciones que, asociadas, hacen a un fenómeno cultural complejo.
Sin demérito de lo uruguayo, lo argentino proporciona un aporte sustancial. Este ciclo evolutivo, con saltos de calidad, muestra los perfiles de las transformaciones que se sustancian por las riberas del Plata y del Uruguay, coadyuvando al proceso de integración social y sensibilización en que nuestros pueblos se acercan íntimamente.
Esta reflexión preliminar tiene que ver bastante con dos obras teatrales presentadas en estos meses por la Institución El Galpón, de Montevideo. Me refiero a Babilonia, de Armando Discépolo, y a La Madonnita, de Mauricio Kartun, dos dramaturgos de trayectoria, tanto en el pasado, como en el presente del hermano país.
El primero tuvo el impulso de Pablo Podestá, siendo creador del grotesco criollo, como lo he señalado en una reflexión anterior.
Armando Discépolo -hermano del genial Enrique, que dio a la poética tanguística páginas señeras-, mostró las injusticias del orden social, en el marco de referencia de la inmigración, caso de Babilonia. Retrató la vida con sus ambivalentes cuotas de humor y acidez y, desde la nostalgia, pareció reivindicar los aires de la utopía.
En La Madonnita y desde nuestra contemporaneidad, Kartun da un salto hacia principios del siglo XX. Con una inusual economía de recursos actorales y escénicos, promueve una discusión entre la belleza, configurada desde el arte, y la belleza sensual, emergente de la visión de las formas humanas.
El nombre Madonnita no se vincula con la artista del baile pop norteamericano, sino que alude a aquellas Madonnas inmortalizadas por Rafael (1483-1520). El maestro renancentista italiano acusó las influencias de Leonardo Da Vinci y Miguel Ángel y en el período florentino alcanzó imágenes, suaves y redondas, de particularísima gracia.
El primero tuvo el impulso de Pablo Podestá, siendo creador del grotesco criollo, como lo he señalado en una reflexión anterior.
Armando Discépolo -hermano del genial Enrique, que dio a la poética tanguística páginas señeras-, mostró las injusticias del orden social, en el marco de referencia de la inmigración, caso de Babilonia. Retrató la vida con sus ambivalentes cuotas de humor y acidez y, desde la nostalgia, pareció reivindicar los aires de la utopía.
En La Madonnita y desde nuestra contemporaneidad, Kartun da un salto hacia principios del siglo XX. Con una inusual economía de recursos actorales y escénicos, promueve una discusión entre la belleza, configurada desde el arte, y la belleza sensual, emergente de la visión de las formas humanas.
El nombre Madonnita no se vincula con la artista del baile pop norteamericano, sino que alude a aquellas Madonnas inmortalizadas por Rafael (1483-1520). El maestro renancentista italiano acusó las influencias de Leonardo Da Vinci y Miguel Ángel y en el período florentino alcanzó imágenes, suaves y redondas, de particularísima gracia.
La Madonnita, en el libreto de Mauricio Kartun, es una mujer desgraciada, paralítica y, a la vez, una foto sugerente. Como postal se vende en bodegones y arrabales a inmigrantes sin familia, solitarios doloridos, que se solazan con la imagen de la mujer que desearían poseer.
El fotógrafo, un europeo caído al Río de la Plata, ve en la mujer un objeto para su arte y, a la par, su instrumento de sobrevivencia. El compadrito -vendedor de las copias- siente y exalta el valor físico de la modelo, inválida y muda. Se suscita un choque de visiones, en medio de un desarrollo dramático. El escritor argentino da una pincelada de la época ida, lleva el tiempo para atrás. El momento histórico-social es nítido. El discurso teatral ilustra y hace pensar. Ahonda en el pasado del que venimos y del que somos parte.
La formulación de Kartun corresponde a un estadio evolucionado de unas letras que mostraron sus primeros intérpretes en los tiempos de Mayo de 1810. Habían comenzado a tener tímidas voces en los versos de Bartolomé Hidaldo y otros. Subieron por tablas improvisadas, se esparcieron con los carretones circenses, crecieron con las músicas sencillas y las palabras de payadores y cantores y un día fueron escenas de sainetes. La palabra no se cansó de andar y devino en creación robusta. Fue semilla para florecimientos variados y generosos.
Lo muestra este teatro penetrante.
Lo muestra este teatro penetrante.
El Galpón, al tomar las piezas referidas, hace honor a la cultura rioplatense.-
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