En tiempos en que la ciencia experimentaba progresos, aunque no los suficientes para desentrañar misterios de la naturaleza, las interpretaciones antojadizas podían ganar terreno en los más crédulos, desprevenidos o afectos a las fantasías, en los menos intuitivos o cautivos de la ignorancia.
Se acaban de cumplir cien años exactos de la caída en nuestro planeta del meteorito Tunguska.
Sin embargo, muy a menudo, difusores de interpretaciones bíblicas citaban la figura de Satán (Luzbel, Diablo), mencionando tal o cual versículo del Apocalipsis, libro final del Nuevo Testamento, u otros, como los de Daniel, Enoc o Esdras.
La voz apocalipsis viene del griego, siendo equivalente a revelación. Esta no es otra que el fin del “reino del mal”, inspirado por Satán, cuyo poder cederá ante el de un dios, judío o cristiano. Hay pues, en la literatura bíblica, en medio de elementos simbólicos, el anuncio o esperanza de un mundo mejor. En otros términos, una revelación, sin duda, consoladora.
Los signos de la noticia podían resultar aterradores. Variedad de profetas aprovecharon fenómenos cósmicos (eclipses, estrellas fugaces, meteoritos, coloraciones espaciales, etc.) como materia prima para la charlatanería. Y, aún hoy, todavía quedan golpeadores de puertas, mensajeros de la hecatombe final.
Más ¿ella es posible?
Tenemos que si no se ataja el desastre climático, provocado por los hombres y los sistemas de apropiación de las riquezas y del trabajo humano, las catástrofes naturales irán en aumento. Progresión hacia el mundo del caos. No tiene sentido hablar de Satán, cuando los autores son de carne y hueso.
¿Y los arsenales atómicos y los transportes intercontinentales instantáneos?
¿Para qué invocar al espíritu del mal cuando un asteroide puede impactar desde el cosmos sobre nuestro planeta?
La literatura apocalíptica data de un período comprendido entre los 200 años antes de nuestra era y los 100 de la actual, época de represiones religiosas, en que el lenguaje figurado insuflaba ánimo a los perseguidos, que, al fin, alcanzarían la vida deleitosa de un paraíso.
Apenas cien años atrás el meteorito Tunguska invadía nuestro espacio vital y, sólo, por puro azar, vino a golpear una región inhóspita. Pero, corrigiendo un tanto su trayectoria, pudo sembrar de muertos ciudades próximas, como Moscú o San Petesburgo.
La ciencia se posesiona de preciosos conocimientos y, cada vez más, hiere de muerte leyendas fatídicas. Así, sobre las bolas de fuego, invasoras de la Tierra desde “el más allá”, llegan a saberse cosas sorprendentes.
Tamaño y otros rastros de la composición de los meteoritos se obtienen en el fondo de los océanos. La extinción en masa de los dinosaurios se debió, según conclusiones de investigadores de la Universidad de Hawai (EE.UU.), a una lluvia de meteoros.
Ello habría ocurrido en el cretácico o en la era terciaria, hace unos 65 millones de años. Un meteorito de ese ignoto tiempo pudo tener una dimensión de cuatro a seis kilómetros. En el lugar de choque los meteoros dispersan una proporción de osmio al vaporizarse. Es en el fondo del mar donde se conservan tales isótopos.
Por supuesto, ningún texto religioso, ni ninguna leyenda podían explicar con rigor de qué se trataba.
La imaginación desarrolla ficciones y realiza juegos simbólicos. Sólo la ciencia esclarece y aproxima a la verdad.
Pese a los presagios más oscurantistas, el mundo no se acaba. Al menos por ahora y siempre que el hombre trate de evitarlo. En tiempo presente y futuro.
(20.08.08)
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