Escribe Walter Ernesto Celina
walter.celina@adinet.com.uy - 25.05.2011
walter.celina@adinet.com.uy - 25.05.2011
Hechos reiterados, relativos al quiebre formal de la división de poderes, han sido obviados políticamente, lesionando una prestigiosa tradición republicana, hasta ahora seguida en el país.
La culpa puede repartirse por partes entre el Presidente José Mujica y el Frente Amplio y una oposición a la que las ovejas le pasan por entre las piernas.
Veamos de qué se trata.
La división de poderes en el sistema institucional democrático-republicano uruguayo está resguardado por disposiciones que tutelan el grado de independencia y autonomía de cada una de las tres ramas: ejecutiva, legislativa y judicial.
Cierto es que, la premisa de Montesquieu -acogida por la Constitución Nacional-, se baña en las aguas de la política que, con su variados intereses, penetra los resortes del poder etático, al decir del eminente constitucionalista Barbagelata.
No es ocioso recordar que el Presidente de la República ejerce ciertas potestades legislativas; la Suprema Corte de Justicia y Tribunales de Apelaciones se designan por el órgano multipartidario denominado Parlamento. A su vez, este mismo Poder Legislativo tiene algunas facultades recortadas y está inhibido de dictar normas sin la iniciativa del Poder Ejecutivo en materias determinadas y, aún, para elaborar ciertas leyes.
La separación de poderes no es, pues, absoluta. Hay vasos comunicantes, más allá de la especificidad genérica asignada a los órganos.
La tradición de funcionamiento de ellos hace que sus titulares asuman los roles desde sus respectivas sedes, cuidándose cada uno de no ser manejado, o siquiera sospechado de interferencias, presiones, dictados u órdenes.
Recuérdese que la dictadura “cívico-militar” -que padecimos desde 1973, con el coloradismo bordaberrysta y los “blancos baratos”-, pateó y tiró por la ventana a Montesquieu y, bajo las botas, unificó el poder en el Estado. Lo hizo uno, absolutizándolo.
La culpa puede repartirse por partes entre el Presidente José Mujica y el Frente Amplio y una oposición a la que las ovejas le pasan por entre las piernas.
Veamos de qué se trata.
La división de poderes en el sistema institucional democrático-republicano uruguayo está resguardado por disposiciones que tutelan el grado de independencia y autonomía de cada una de las tres ramas: ejecutiva, legislativa y judicial.
Cierto es que, la premisa de Montesquieu -acogida por la Constitución Nacional-, se baña en las aguas de la política que, con su variados intereses, penetra los resortes del poder etático, al decir del eminente constitucionalista Barbagelata.
No es ocioso recordar que el Presidente de la República ejerce ciertas potestades legislativas; la Suprema Corte de Justicia y Tribunales de Apelaciones se designan por el órgano multipartidario denominado Parlamento. A su vez, este mismo Poder Legislativo tiene algunas facultades recortadas y está inhibido de dictar normas sin la iniciativa del Poder Ejecutivo en materias determinadas y, aún, para elaborar ciertas leyes.
La separación de poderes no es, pues, absoluta. Hay vasos comunicantes, más allá de la especificidad genérica asignada a los órganos.
La tradición de funcionamiento de ellos hace que sus titulares asuman los roles desde sus respectivas sedes, cuidándose cada uno de no ser manejado, o siquiera sospechado de interferencias, presiones, dictados u órdenes.
Recuérdese que la dictadura “cívico-militar” -que padecimos desde 1973, con el coloradismo bordaberrysta y los “blancos baratos”-, pateó y tiró por la ventana a Montesquieu y, bajo las botas, unificó el poder en el Estado. Lo hizo uno, absolutizándolo.
Los cuerpos legislativos emanados de las urnas siempre fueron celosos custodios de sus potestades, frenando cualquier ingerencia extraña. Así, los secretarios del Poder Ejecutivo concurren al Parlamento en casos de ser invitados o citados a dar informes; los ministros de justicia son requeridos para temas legislativos, pero no para abordar situaciones jurisdiccionales.
La fidelidad a la Constitución se le toma a cada presidente electo en el seno de la Asamblea General, integrada por los representantes populares de los partidos. Sólo en actos protocolares ingresan al Poder Legislativo delegados de potencias extranjeras. Con el Frente Amplio se ha dado la excepción -ruinosa- de permitir que funcionarios del Fondo Monetario Internacional y similares hayan desembarcado en el Palacio de las Leyes.
Siendo los legisladores los jueces del Presidente, ante la ocurrencia de delitos graves o violación de la Constitución, cabría suponer que el primer mandatario, como “el César y su mujer, no sólo deben serlo, sino, también, parecerlo”.
Los senadores y diputados de izquierda, de otros tiempos, fueron defensores acérrimos de la soberanía de sus mandatos. Y se erigieron, con figuras de gran talla de otros sectores democráticos, en guardianes de una postura entroncada con las nacientes del mismo sistema institucional. Esto es, con los procesos que limitaron el absolutismo británico (Bill of Rights, 1689), adquiriendo dimensión posterior con las doctrinas de la revoluciones estadounidense y francesa y sus documentos ejemplares. Y, ya que estamos en el Bicentenario de la Emancipación Americana, ser fiel a estas ideas-mojones, sería una forma de cultivar el legado revolucuionario artiguista, que las acogió.
Un sentido de delicadeza hizo que hasta la Presidencia de Vázquez Rosas, incluida ella, ningún Presidente fuera visitante asiduo del Poder Legislativo. Tras los actos de “juramento” de cada 1º de marzo, cada 5 años, ninguno vino a dar espaldarazos y saludos solidarios, ni a capitanear reuniones, de ningún tipo, en la Casa de las Leyes.
José Mujica, sí. ¡Y nadie le paró el carro!
Los suyos, como en misa, diciéndole amén. Allí estaba quien, comulgando con los argumentos presidenciales, le sustrajo a su partido el voto decisivo para sancionar la ley que no fue…
Los adversarios, en tanto, sordos, mudos y ciegos. Obsequiosos por unos platillos de lentejas recibidos. La ingerencia no los excitó en nada.
En síntesis: El apoyo expresado al ex senador Fernández Huidobro por el Presidente Mujica marcó un manifiesto entremetimiento cuando la Cámara Alta daba sanción parcial al proyecto sobre la imputabilidad de militares. Pero, más grave fue, cuando -reiterando la misma conducta- citó a la bancada oficialista, ingresó de nuevo al Palacio Legislativo y, en la antesala del pronunciamiento de fondo que faltaba, sopesó los alcances y consecuencias del proyecto.
Esta insólita intrusión viola, lisa y llanamente, lo que declaró respetaría: La Constitución.
Burdo el presidente. Pusilánimes los parlamentarios.-
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