El bicentenario de la revolución oriental, con el formidable legado artiguista a la fundación de una república, podría haber significado para la nueva clase gobernante una cierta rectificación de rumbos. Al menos, para atenerse a la noción, primaria y básica, de que el manejo de los intereses públicos no puede guiarse desde los ámbitos de parentelas y amiguismos.
Esta es la antigua distinción revolucionaria que divide campos con las prácticas monárquicas y del pontificado. Es además, un elemento sustantivo de una concepción democrática, pregonada por la mejor izquierda uruguaya.
Quienes desbaratan la representación de los intereses populares -a los que dijeron obligarse-, han mostrado por doquier como apuntalan las políticas de reparto, desnaturalizadoras de la función pública. Han utilizado, sistemáticamente, las mayorías en el Poder Legislativo y en las Juntas Departamentales para adulterar los escalafones del personal de carrera, emigrando a las contrataciones temporales, adulterando los sistemas de jerarquías y han abusado con la implantación de cargos de particular confianza, tantas veces cubiertos con sujetos carentes de calificación y, aún, soberbios.
En esta retrogradación -no marcada por la actual “oposición”, experiente en la generación de estos desvíos- el frenteamplismo burocrático envilece la norma constitucional de la que debiere ser fiel custodio: La República Oriental del Uruguay “jamás será el patrimonio de personas ni de familia alguna” (Artº 3º de la Carta Magna).
Esta es la antigua distinción revolucionaria que divide campos con las prácticas monárquicas y del pontificado. Es además, un elemento sustantivo de una concepción democrática, pregonada por la mejor izquierda uruguaya.
Quienes desbaratan la representación de los intereses populares -a los que dijeron obligarse-, han mostrado por doquier como apuntalan las políticas de reparto, desnaturalizadoras de la función pública. Han utilizado, sistemáticamente, las mayorías en el Poder Legislativo y en las Juntas Departamentales para adulterar los escalafones del personal de carrera, emigrando a las contrataciones temporales, adulterando los sistemas de jerarquías y han abusado con la implantación de cargos de particular confianza, tantas veces cubiertos con sujetos carentes de calificación y, aún, soberbios.
En esta retrogradación -no marcada por la actual “oposición”, experiente en la generación de estos desvíos- el frenteamplismo burocrático envilece la norma constitucional de la que debiere ser fiel custodio: La República Oriental del Uruguay “jamás será el patrimonio de personas ni de familia alguna” (Artº 3º de la Carta Magna).
Véase este pequeño muestrario de la rosca armada. No se trata de una invectiva personal. Sí, de tomar conciencia política.
El Presidente José Mujica lleva, como el cuerpo a su sombra, a la senadora Lucía Topolansky; el ministro Eduardo Bonomi a la diputada Susana Pereyra; el senador Carlos Baraibar a la viceintendenta de Montevideo Sara Ribeiro; el vicepresidente Danilo Astori forma pareja con su secretaria, Claudia Hugo; el ministro Pintado con Alejandra Ostria, ex IMM y Junta Nacional de Salud; el munícipe canario Marcos Carámbula integra a Elena Pareja y otros familiares a su equipo; el senador Daniel Martínez remolca a Laura Motta, de Formación Docente del CODICEN; la subsecretaria del Ministerio de Educación, María Simón, a su esposo, el director de UTE César Briozzo.

La ristra es larga, espinosa y cambiante, por friccionada.
El frenteamplismo en el poder ha borrado con el codo lo que escribió con la mano.
Nepotismo es la captación por gobernantes y altos jerarcas de cargos relevantes del Estado para familiares y amigos.
A lo Sancho, han servido las lentejas y las están comiendo.-
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